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enero 16, 2017

Aterrizamos en Bangalore a las cinco de la mañana después de una noche en blanco en el avión. El sábado continuó su avance lento, concientes de cada minuto, mientras esperábamos el check in en el hotel. Después del almuerzo tardío o más bien la cena temprana, nos acostamos a dormir a eso de las seis de la tarde.

A la una de la mañana del domingo abrí los ojos y miré el reloj para luego aceptar nuevamente el estupor del semisueño.

Las dos.

Las tres y vente y dos. Más vueltas en la cama queriendo obligarme a dormir un poco más y aterrizar en el horario de la India.

A las cinco de la mañana, con la esperanza del amanecer inminente, me senté a meditar hasta que la llamada desde algún minarete cercano trascendió el ventanal del cuarto. Penetraron en el espacio sin tiempo imágenes viejas inconcientemente asociadas con el amanecer, con la oración que más valoran los musulmanes, la que es más sagrada puesto que no compite con el bullicio de la banalidad cotidiana.

Vi los techos en forma cúpulas imaginadas en relatos persas o en la Ruta de la Seda. Recordé cómo la lámpara de Aladino materializó lo irreal en una esquina de la Plaza Roja en Moscú cuando por primera vez contemplé la basílica de San Basilio. Aquel juego de estructuras de bulbos decoradas con formas y colores abrieron los caminos que, años más tarde, me llevaron a recorrer y residir en Oriente. Y aquí estoy nuevamente. Sonrío al anticipar el reencuentros con amigos y editores. Feliz anticipo volver a lugares familiares o a recorrer nuevos caminos de aventuras y aprendizajes.

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